CLAVES PARA LEER LA EDUCACIÓN
COMO UN DERECHO HUMANO
Alejandro Alvarez Gallego
Profesor Titular Universidad
Pedagógica Nacional
Miembro del Grupo de Historia
de la Práctica Pedagógica
Introducción
El análisis de la educación
como un Derecho Humano no es un ejercicio simple. Se necesita tener criterio
político, en primer lugar y por supuesto criterio académico, si se quiere
trascender la mirada superficial o coyuntural que suele hacerse en las
tertulias periodísticas. En general en una democracia la formación de la
opinión pública es una condición necesaria para que la participación ciudadana
sea cualificada. Con mayor razón este es un imperativo si se trata de actores
que están directamente involucrados con los destinos de la educación. En la medida
en que la democracia se amplia y se profundiza, la responsabilidad de la
ciudadanía de participar, debatir, controvertir e intervenir en las decisiones
que afectan la vida de la gente, es mayor. Y también en dirección contraria, si
la democracia se ve restringida, la ciudadanía tiene el deber de presionar su
ampliación participando y movilizándose para abrir los espacios que se
encuentren cerrados. Pero dicha participación será eficaz en la medida en que
sea más calificada.
El
desdibujamiento del Estado y el nuevo papel de la educación en el capitalismo
El debilitamiento que hoy
tiene el Estado, entendido como el agente educador por excelencia en la era de
las sociedades disciplinarias, no obedece solamente a las estrategias
neoliberales, sino que es el resultado de una serie de acontecimientos que se
entretejen en esta época y hacen necesario pensar más allá del aparato Estatal.
El neoliberalismo es apenas parte de esa tendencia; otras fuerzas sociales también
propugnan por dicho debilitamiento, con intereses distintos, con otras
motivaciones, pero coincidentes con ese propósito. De allí que el
debilitamiento del poder del Estado no es perverso en sí, es simplemente un
acontecimiento, y lo que resulta de tal proceso no favorece siempre al capital. El hecho de que las
políticas educativas estén siendo direccionadas por agencias internacionales
supraestatales, es un fenómeno novedoso. Pero ¿a quien le preocupa? ¿A quienes
tienen nostalgias nacionalistas? ¿a quienes se resisten a ser globalizados? Qué
es lo peligroso, ¿perder la soberanía nacional?, ¿estandarizar la cultura?, o ¿vaciar de
sentido la existencia?. Un análisis de los fenómenos que están caracterizando
hoy las políticas educativas, sus agencias y sus contenidos, debe hacerse con
la suficiente distancia del pasado para no cometer el error de aferrarse a lo
que pudo ser y no fue.
El conocimiento es hoy una
mercancía que le resulta estratégica al capital. Sí, esos parece ser por ahora
un hecho innegable. Pero si se lee, no como una fatalidad que nos aleja del
sueño de la modernidad o de la idea romántica de Humboldt de que el
conocimiento se basta a sí mismo, sino como una oportunidad para intervenirlo y
entrar en la disputa por su control, entonces el panorama puede cambiar. Si la
sociedad postindustrial y la cultura postmoderna han cambiado la naturaleza del
saber y este ha pasado a ser un factor determinante en la reproducción del
capital, entonces las instituciones educativas recobran importancia y los
maestros, la pedagogía y el saber popular, por ejemplo, adquieren poder porque
se vuelven el problema, y en ese sentido son una oportunidad para jugar.
Una buena ilustración de los
argumentos con los cuales se quiere legitimar ese nuevo papel del conocimiento,
su nuevo lugar en la reproducción de la sociedad, el nuevo lugar del Estado y
de las empresas en la orientación de las prácticas educativas, es el texto de la
CEPAL (1992): “Educación y conocimiento: eje de la transformación productiva
con equidad” (ver bibliografía). En él se muestra como inevitable la necesidad
de refundar la escuela, de cambiarle su naturaleza, de redefinir el papel de
los maestros y de la pedagogía, todo para darle salida a la región
latinoamericana que se debatiría, según la CEPAL, entre la muerte y el mercado.
Algo semejante a lo que Sarmiento, desde la Argentina, planteaba en el siglo
XIX: civilización o barbarie. Durante un buen tiempo se nos había dicho:
mercado o barbarie. Y hoy parece concluirse que el mercado fue lo más cercano a
la barbarie. Lo interesante del texto de la CEPAL es ver cómo se tejió ese
discurso, cómo se constituyó, cómo se ordenó, cómo se justificó a sí mismo,
cómo emergió, hasta convertirse casi en una verdad mayoritaria. En 1992, cuando
se publicó este documento es el momento en el que las teorías económicas
clásicas se agotaron y se revelaron insuficientes para explicar el atraso y la
pobreza y para fomentar el desarrollo. En este documento se revela la forma
como los economistas “descubrieron” que la teoría del capital humano y del
aprendizaje podía ser útil para fomentar,
desde las políticas públicas, el desarrollo. Justo en ese momento la
educación resultaba estratégica, de otra manera. Las políticas públicas, en
tanto que trascienden las políticas que antes se promulgaban para el sector oficial,
léase gubernamental, son estratégicas para el mercado. De allí el interés de
los empresarios por la educación; ellos se consideran hoy sujetos de políticas,
en esa acepción más amplia que significa políticas públicas (que por lo demás
le interesan también a todos los otros actores que pretendan un protagonismo en
la conducción de la sociedad). Nace así la tesis de que se subsidie la
actividad de los particulares que ofrecen el servicio de la educación, con lo
cual se estaría garantizando el Derecho a la Educación. Dados los supuestos
niveles de ineficiencia del Estado, el modelo del subsidio a la demanda (a las
familias, independientemente de la institución –pública o privada- , a donde
lleve el hijo a estudiar), se revela muy potente. De la misma manera que el
sistema de créditos y becas para la educación superior, la flexibilidad y
movilidad dentro del sistema educativo (entrar y salir en cualquier nivel, a
cualquier edad), el concepto de educación permanente o continuada, el nuevo rol
educativo de la empresa, en fin.
Al capital, más que a nadie,
le interesa que la educación alcance estándares elevados de aprendizaje y una
muy férrea disciplina escolar. Por eso les es tan importante la idea de que la
escuela debe operarse como una empresa, por eso la necesidad de la eficiencia y
la preocupación por la rentabilidad social de la gestión educativa. En esa
lógica, el sistema educativo debe promover la autonomía de las instituciones
educativas, la responsabilidad frente a la gestión, la capacidad de experimentar
y la vinculación de la comunidad.
El lugar que se le asigna al
Estado será el de estar presto a compensar socialmente a los menos favorecidos,
dadas las segmentaciones que produce el mercado y la educación privada. Alguien
tiene que velar por igualar a la población en su capacidad de competir en el
mercado. Es por eso que el Estado no puede desaparecer del todo. Porque alguien
tiene que garantizar la equidad, que hace parte del disciplinamiento social.
Para eso se necesita todavía el intervencionismo de Estado, por eso tampoco la
descentralización puede ser absoluta. Desde el nivel central se pueden
garantizar más fácilmente estos propósitos.
Con los planteamientos de la
CEPAL puede entenderse por qué resultan tan importantes las áreas básicas:
matemáticas, ciencias, lenguaje, ingles y tecnologías, medidas con estándares
de competencias. Desde ese discurso se entiende entonces que las competencias
son la capacidad que un individuo tiene para agregar valor con sus habilidades
y conocimientos a la economía global, y dichas áreas básicas son las que más
producen ese valor. Incluso el arte podría también producir ese efecto.
La propuesta de la CEPAL
también resulta reveladora para entender la urgencia de las reformas
educativas. Dadas las necesidades de la transformación productiva con equidad,
la escuela debe también transformarse desde su médula misma, por eso la
pedagogía resultará tan importante. Pero no el discurso de la pedagogía, sino
los resultados pedagógicos, medidos a través de pruebas estandarizadas. El
Estado, en su proceso de redefinición, encontrará un lugar en la función
evaluadora. Su responsabilidad en la financiación de la educación ya no será
tan importante, pues en ese campo acudirán en su auxilio las empresas y la
familia.
En conclusión, leyendo a la
CEPAL, se entiende por qué, si el conocimiento se vuelve una mercancía, la
educación ya no pueden ser un asunto del Estado; será fundamentalmente un
asunto del aparato productivo.
La
perspectiva de los Derechos Humanos
A eso es a lo que se opone
radicalmente el discurso del derecho a la educación. K. Tomasevski (2004)[1]
es quizás el icono de esta postura ideológica que orienta la corriente más
crítica de la sociedad del mercado en estos momentos. De alguna manera esta
postura evoca los tiempos en los que la educación era un asunto de formación
ideológica, cuando las políticas hacían parte del debate que sobre la identidad
nacional se daba en cada país. ¿Cómo llegó a ser una problema de la economía?, Esto
sucedió después de la segunda guerra, cuando la banca prestamista, el Banco
Mundial especialmente, se ocupó de buscar fórmulas para atacar la pobreza y
ubicó a la educación como un factor estratégico. En dicho análisis la falta de
educación se convirtió en una de las causas de la pobreza. Si eso es así,
habría que remontarse cinco o seis décadas atrás para entender cómo la
educación, cuando se despolitizó pasó a ser un tema de la tecnocracia que
estaba fundando la era del desarrollo. El problema no es entonces tan reciente
como se creería.[2]
A esta visión se opone la
propuesta de entender la educación como un derecho. La educación entendida como
un derecho es un imperativo humano, y en ese sentido no puede estar mediada por
ningún otro interés. Y como todo derecho, es universal, el Estado, entendido
como un árbitro que administra justicia, tendría la obligación de velar por su
cumplimiento, sin mediar otro fin diferente al del interés humano. Para esta
postura, la educación no puede someterse a un análisis de costo beneficio, como
lo propuso el Banco Mundial. Dado el inmenso poder del Banco, los gobiernos se
sienten temerosos de firmar pactos internacionales donde se comprometen a
garantizar plenamente ese derecho, pues va en contravía del papel que se le ha
asignado al Estado.
Esta postura radical enfrenta
un problema y es el de su viabilidad, el de su credibilidad. Para la mayoría de
los actores políticos de hoy la educación es un asunto relacionado con la
calidad y eso ya parece incuestionable. Por esa vía los problemas de las competencias
y de su evaluación estandarizada se naturalizaron. No es fácil entender que si
la educación es un bien público, en ningún caso, bajo ninguna circunstancia,
puede someterse a las leyes del mercado o ser tratada como una mercancía. Si
esto es así, no es discrecional de un gobierno velar por su materialización,
sería una obligación; pero más aún, la educación debería hacer parte integral
de las políticas sociales, y le competiría al Estado en su conjunto garantizar
que se tratara de manera transversal. El asunto es ¿cómo lograr que esta idea
se legitime? ¿Cómo puede llegar a ser este planteamiento un consenso social?
¿Como puede llegar a ser necesario esto?. Para responder a estas preguntas hay
que comprender en qué relaciones de poder se está disputando una premisa como
esta, ¿qué significa disputarle al capital la necesidad que hoy tiene del
conocimiento para su reproducción?
Entender la educación como un
derecho es un asunto muy reciente. Nunca en la historia de la humanidad se
había planteado algo así. En el pasado reciente la educación había sido un
asunto del Estado, en tanto que era el legítimo representante de los intereses
de una nación. La educación, entonces, estaba al servicio de los intereses
nacionalistas. La escuela era la institución que por excelencia habría de
cumplir esa función. Aunque había sido creada un par de siglos antes para
evangelizar y para civilizar al pueblo, luego fue puesta al servicio de los
intereses de la nación. Con ella se habría de crear una conciencia sobre el pasado,
una identidad cultural como pueblo y un sentido de pertenencia a un territorio
delimitado. Pero después de la segunda guerra mundial el asunto de los
nacionalismos fue severamente cuestionado (por la violencia que generó, pero
también por la necesidad que tenía el capital de expandirse) y emergió una
época en la que el ideal de ser humano se liberó de los límites territoriales,
también el capital. Los derechos humanos hicieron entonces su aparición, se
inventó un nuevo problema. Todo esto implicó formular nuevas preguntas,
diferentes elementos de análisis comenzaron a emerger, no como resultado de una
evolución, sino, al contrario, como resultado de una ruptura; tuvo que
deslegitimarse un ideal, un proyecto que había sido legítimo como el del
nacionalismo (tan legítimo que se daba la vida por él), perdió toda su
credibilidad hasta llegar a considerarse contrario a la naturaleza humana. El
ser humano como sujeto de derechos universales ya no podía morir por una causa “tan
miope” como el de los intereses nacionales. Otra verdad se impuso, como parte
de unas nuevas relaciones de poder en las que se fue haciendo posible que la
economía se mundializara, al tiempo que los derechos. La educación dejó de ser
un problema ideológico y pasó a ser un asunto de los tecnócratas.
Fue este un giro
significativo; el asunto se planteó de manera radicalmente diferente a lo que
fuera la educación liberal. El derecho a la educación puede significar incluso
el impulso de políticas que luchen contra la escuela convencional. Desde esa
perspectiva la escuela es el símbolo del disciplinamiento y el adoctrinamiento
y en general una institución que viola los derechos de los niños y las niñas.
Por eso no se puede entender una política pública en educación que amplíe la
cobertura, que escolarice a la población, sin cuestionar lo que pasa por dentro
de la escuela. No se trataría simplemente de crear más escuela; la educación entendida
como un derecho humano no es sólo más escuela para todos, sino qué tipo de
escuela; implica incluso, por momentos, luchar contra lo que la escuela hace,
en términos de violencia, de discriminación, de violación de segregación, de
dominación.
El Estado, tanto para los que
creen que la educción es un factor de producción, como para los que la
consideran un derecho humano, es un medio, no un fin. Este es el cambio. El
Estado durante el nacionalismo o en el comunismo educaba para él. Los niños
eran suyos. Pero ahora surge con mucha fuerza la pregunta: ¿de quién son los
niños o los jóvenes? Bajo este paradigma el Estado es sólo un medio que
garantiza que se cumplan unos estándares en el aprendizaje o que se cumplan
unos derechos. Si se le deja al Estado el monopolio de la educación tiende a
usarla para fines de adoctrinamiento, como lo hacia en el pasado, y esto se
convirtió en algo reprobable. Esto significa entonces que se debe disminuir el
tamaño del Estado y redistribuir las responsabilidades. Es deseable para la
democracia y es deseable para el capital. ¿Quien educa entonces? ¿la sociedad?.
En algunos momentos, estos
dos enfoques se presentan como antagónicos. La educación como derecho no acepta
que se considere a los sujetos como capital humano. La educación sería un fin
en sí mismo y un medio para acceder a otros derechos. Sin el Derecho a la
educación, otros derechos como el derecho al trabajo o a la participación, se
verían afectados. Educar para el trabajo, por ejemplo, no sería simplemente
educar para un empleo, pues mas allá de eso el trabajo es considerado un
derecho en sí mismo que dignifica y realiza al ser humano.
La perspectiva de los
derechos considera que no se puede luchar contra la pobreza sin invertir en
educación, no se puede invertir en educación sin la perspectiva de los derechos
humanos y no se puede trabajar por los derechos humanos sin la perspectiva de
género y sin respeto a la diversidad. Allí hay un círculo que conecta pobreza
con educación, con derechos y con diversidad, En ese marco referencial se
sustentan los principios que propuso K. Tomasevski. Lo que los gobiernos están
obligados a garantizar para cumplir con el derecho a la educación serían cuatro
grandes asuntos (conocida por eso como la teoría de las cuatro Aes):
Asequibilidad: como derecho
civil y político; el gobierno debe garantizar que haya escuelas suficientes y
debe hacerla obligatoria.
Accesibilidad: Como derecho
social, económico y cultural; el gobierno debe garantizar la gratuidad, con lo
cual debe eliminar todas las barreras de acceso, según las condiciones de cada
país y región.
Aceptabilidad: Debe garantizar
que haya infraestructura adecuada, maestros capacitados y bien pagados, y todos
los derechos dentro de la escuela respetados.
Adaptabilidad: Debe
garantizar que la escuela se adapte a las necesidades e intereses de los niños
y niñas y no al revés.
Como corolario de las cuatro
Aes, la educación, además de ser gratuita y obligatoria, debe garantizar la
libertad de elección de los padres y velar por el principio de la no
discriminación. Allí es el momento en el que el Estado se desdibuja, por cuanto
el derecho, en sentido universal, debe garantizar la libertad de expresión en
todos sus sentidos; el Estado no puede sesgar hacia ningún lado los contenidos
de la educación, y estos están siempre impregnados de valor, esto es, de
religión, de costumbres, de creencias, de verdades, de imaginarios, en fin, de
cultura. Su función tiende a volverse en un asunto de gendarmería. Y la función
evaluadora se le parece mucho a la de un vigilante que hace las veces de
árbitro. El problema es: ¿acaso las evaluaciones no están también cargadas de valor.?
Todo esto está terminando de
inventarse. El lugar privilegiado donde se discute y se producen estas nuevas
verdades son las agencias de cooperación (supuestamente ellas están despojadas
de intereses), los bancos supranacionales (que supuestamente velan por el
desarrollo en su conjunto) los escenarios intergubernamentales (donde supuestamente
se construyen los grandes consensos de manera “civilizada”). Muchas de estas
verdades, en la medida en que ganan fuerza, se van convirtiendo en normas,
internacionales claro, y poco a poco se van creando nuevas instituciones
supranacionales como las cortes de justicia y las oficinas de altos
comisionados que se van dotando de poder para poder hacer que dichas verdades
se cumplan.
Los cambios que se suceden
hoy en la educación, jalonados por cambios en la economía mundial y en las
formas de producción y reproducción de las sociedades, y expresadas en los
procesos de reformas que las políticas educativas impulsan, están planteando una
transformación radical de la forma escuela; la educación está cambiando su
naturaleza. No es lo mismo la educación en y para el nacionalismo, la educación
en y para el desarrollo, la educación en
y para el mercado, la educación en y para los derechos.
Lo que parece generalizarse
en todo caso, es que la educación no será más una razón de Estado. Pero ¿qué
pasa cuando se des-regula la función del Estado? Si la educación se globaliza
¿qué papel va a jugar el Estado?
Asistimos a ese proceso de desnacionalización de la educación; asistimos
a la reconfiguración de la función escuela, de la función maestro y
de la función pedagogía; el saber no es el mismo, ni en la educación
como mercancía ni en la educación derecho. Estamos viviendo una transición que
hay que saber leer. Hay que entender que en toda contienda las fuerzas que
intervienen son múltiples, y para ello es necesaria una inteligencia que
permita tomar distancia, sin marginarse, para asumir que hacemos partes de
manera fragmentada de unas y otras fuerzas, para entender que está mutando el
modo de ser de la cultura y el modo de ser humanos y que allí jugamos todos. Es
necesario asumirnos como actores de este proceso y arriesgarnos, en todo caso,
con la responsabilidad ética de saber que apostamos, sin pretensiones
salvadoras, ni redentoras, sin suplantar a otros.
Como hemos visto, la
educación no es un abstracto; es el resultado en cada momento histórico de una
acepción que la sociedad asume en medio de tensiones, de diferentes tendencias;
siempre hay una idea mayoritaria que se decanta y se generaliza hasta ser
aceptada como una verdad natural. Pero cada época es distinta y el poder no
deja de actuar. Nunca una idea es poseída por un solo sentido, nunca es
completamente hegemónica. Allí está la grieta.
La
reforma educativa en Colombia:
desarrollos legales de la constitución
Dos planteamientos que la
Constitución del 91 hizo sobre la educación marcan simbólicamente (legalmente)
el inicio de un quiebre histórico en la manera como lo educativo existe en la
sociedad colombiana:
ü concebir la
educación como un Derecho y
ü señalar que de
ella son responsables el Estado, la Sociedad y la Familia.
Durante los casi doscientos
años de educación escolarizada y de institucionalización del sistema de
instrucción pública o del sistema educativo, como lo conocemos hoy, la
educación se ha concebido fundamentalmente como un deber; y esto por una
sencilla razón: porque la escuela fue un invento de la ilustración, según el
cual había que llevar las letras a la población salvaje y pobre, en los
términos que se utilizaron para los territorios de ultramar. Esto significó que
ellos, los salvajes y los pobres debían ir
a la escuela. El Estado fue quien se arrogó la tarea de civilizar al pueblo a
través de la educación escolarizada. Los sistemas de instrucción pública se
crearon en nuestros países con la consigna de educación gratuita, laica y obligatoria. Obligatoria quería decir que era un
deber enviar los hijos a estudiar, para cumplir con la voluntad del Estado,
punta de lanza de la civilización. Aunque esto no se logró plenamente a pesar
del último empujón que le pegó a esta consigna el modelo desarrollista de los
años 60' y 70', hasta entones era claro que era una función del Estado y que el
pueblo debía cumplir con ese deber.
Desde los años cincuenta
algunos sectores sociales organizados, representantes de la naciente clase
trabajadora y de las recién conformadas clases medias urbanas, comenzaron a
convertir la educación escolarizada en una de sus consignas reivindicativas;
con ello se inició un proceso en el cual quien debía cumplir con el deber de
educar era el Estado, por exigencia de la sociedad. Por esa razón, a partir de
esa década, en las campañas presidenciales prometían educación para todos, como
si fuera una concesión que su programa ideológico haría a las exigencias de los
más pobres. Para entonces las agencias internacionales de crédito también
incluyeron como una tarea y un deber del Estado, expandir la escolarización, de
acuerdo con los parámetros del credo desarrollista.
Con todo, la educación seguía
siendo un deber, ya no de la población, quien supuestamente ya la estaba
exigiendo como un derecho, sino del Estado; por esa razón pasó a ser concebida
como un servicio. Cuando se asimiló a
los servicios (como la luz, el agua, el teléfono), se convirtió en un asunto
técnico que debían resolver las oficinas de los expertos. Se introdujo el
concepto de calidad de la educación
para indicar la medida que marcaría los requerimientos mínimos con los cuales
debía cumplir ese servicio. Así como el agua potable no debía ser contaminada
para que fuera de calidad, la educación debía tener aulas, maestros y textos
con las especificaciones técnicas estandarizadas por el Banco Mundial, para que
fuera de calidad.
Cuando la Constitución del 91
incluye la educación dentro de los derechos fundamentales, la inscribe en los
llamados derechos de tercera generación. A mi juicio, lo que esto significa es
que le está devolviendo el carácter político a la educación. Es decir, que le está
arrebatando a las oficinas de la burocracia técnica nacional e internacional el
derecho a decidir sobre cual es la educación de calidad, para entregárselo a la
sociedad política. Quizá entonces ya no se pueda seguir hablando de calidad
(porque ya no es un problema de estándares que definen los técnicos), sino de
pertinencia y relevancia para los grupos que ejercen su derecho. Las
características del derecho que se ejerce lo determina quien lo posee, no quien
lo garantiza. La vida es un derecho que el Estado debe hacer respetar, con lo
cual no se le está diciendo que la defina; quien decide cómo quiere vivir es el
ciudadano, en ejercicio de su derecho, el Estado se la preserva, por mandato
constitucional.
He aquí el primer giro
histórico. Sin embargo, el país aun no ha legislado sobre ese derecho. Con la
Ley 115 se reglamentó el servicio,
pero hasta ahí pareciera que el modelo no hubiera cambiado. Hasta ahí el Estado
sigue definiendo las características de la educación, la regula, la determina.
La pugna entre el Estado y
las organizaciones sociales, en particular el magisterio organizado, frente a
quien define las características del servicio educativo, es decir, quién ejerce
el derecho, tiene como antecedente las discusiones sobre el modelo de descentralización.
La tendencia más neoliberal del Estado en los últimos 20 años ha venido
planteando que la educación se debe desconcentrar, es decir, entregar funciones
administrativas (e incluso financieras) a los departamentos, los municipios y
las instituciones. Las organizaciones sociales plantean en cambio que el Estado
debe administrar y financiar y la comunidad educativa debe definir su
contenido.[3]
La Ley 115 creó algunos
instrumentos legales para hacer realidad este hecho. Los foros educativos y las
juntas educativas (del orden Nacional, Departamental y Municipal), pasando por
el gobierno escolar y el manual de convivencia, debían ocuparse justamente de
eso, de definir qué enseñar, como enseñar y cómo regular su buen desempeño. De
allí habría de salir un proyecto pedagógico nacional con las especificidades
regionales necesarias. Pero estos instrumentos han sido en la mayoría de los
casos utilizados de manera dispersa por los políticos de turno quienes no
tienen ni idea de la tarea gigante que se les había encomendado, esto en el
mejor de los casos, porque en otras oportunidades se han utilizado expresamente
para agenciar los modelos tecnocráticos de la educación, sin permitir un debate
abierto y democrático que haga emerger el acumulado y la sabiduría pedagógica
que poseen las comunidades educativas.
Los dos únicos intentos
serios que se han hecho en ese sentido han sido los del Plan Decenal y la
Expedición Pedagógica Nacional, proyectos todavía vigentes que están convocando
al país a ser consecuentes con la Constitución del 91, esto es, a permitir que
la Nación ejerza su derecho a la educación, lo cual implica que se dote de su
propio proyecto político pedagógico.
Los principales obstáculos
han sido los del modelo neoliberal que por la vía de las pruebas estándares de
evaluación de competencias, está definiendo qué se debe enseñar en las aulas.
Las pruebas incluso podrían ser viables, siempre y cuando midieran lo que el
proyecto político pedagógico de la Nación y de las regiones definieran.
De lo que hemos venido
hablando es del segundo precepto constitucional mencionado arriba: la
responsabilidad de la familia y de la sociedad frente a la educación. Cuando la
Constitución del 91 plantea esto, se inscribe en la tendencia a democratizar el
ejercicio educativo, no a propiciar el abandono de la responsabilidad del
Estado frente a su financiación y administración. El debate es de alto
significado político, pero no se puede eludir. La cuestión es, de nuevo, quién
define el contenido de lo que se enseña y quien financia y administra, he allí
dos concepciones enfrentadas.
Para poder darle salida a la
tendencia democratizadora es necesario entonces legislar sobre el derecho a la
educación, en primer lugar, y en segundo lugar desarrollar legalmente y en la
práctica un concepto que está muy recortado en la ley 115, el de comunidad educativa. Quien debe definir
el norte de la educación, en esta perspectiva democrática no puede ser la
institución aislada; es decir, no bastan los PEI. Aun falta propiciar la
conformación de comunidades educativas municipales y regionales con poder de
decisión, altamente organizadas y con capacidad de deliberar, informadas y
cualificadas. Esta es una tarea urgente que se enmarca también en la vieja
discusión que no se ha resuelto: descentralizar o desconcentrar.
El panorama no es optimista,
porque el acto legislativo 01 que se aprobó en el Congreso y que luego se
convirtió en Ley 715 de 2001, abre las puertas para que se modifiquen otras
leyes y se introduzca el modelo tecnocrático de control donde todo el poder
político lo tiene el ejecutivo. El desmonte progresivo del Ministerio de
Educación busca reducirlo a una oficina (dependiente de Planeación Nacional, o
quizás del Ministerio del Trabajo, como se propuso en algún momento en la Argentina)
en la que se regula la calidad a través de las pruebas estándares de
competencias, para alumnos y maestros, lo demás lo entrega a los particulares.
Sin embargo, se avizoran
también iniciativas que buscan fortalecer la sociedad civil para que ejerzan su
derecho a la educación definiendo su propio proyecto educativo. Son propuestas
de carácter regional, municipal, o departamental que trascienden la débil y
dispersa labor de las comunidades educativas organizadas en torno a cada
institución. Muchas ONG's, organizaciones campesinas, indígenas, de negritudes,
sindicales, acompañadas por algunas universidades, están en la práctica
construyendo su proyectos educativos y ejerciendo su derecho, el que la
Constitución les había otorgado legalmente. La tarea ahora es convocar a un
movimiento nacional por una Ley Estatutaria que regule el derecho a la
educación de acuerdo con el precepto constitucional.
BIBLIOGRAFÍA
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Tomasevski, Katarina (2004): El asalto a la educación. Oxfam, Bogotá.
[1] Fue relatora especial para el Derecho a la Educación de la Oficina de
Derechos Humanos de las Naciones Unidas.
[2] El trabajo de Alberto Martínez que se cita en la bibliografía, es
revelador en este sentido.
[3] El esfuerzo más serio en ese sentido lo constituyó el
Movimiento Pedagógico que lideró FECODE, junto con otras organizaciones.
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