HOMENAJE A EDGAR GRAVITO
21 de febrero 2014
Alejandro Alvarez
Gallego
No fui amigo personal de Edgar ni
estuve cerca de él por mucho tiempo.
Asistí a sus cursos en la Alianza
Francesa, a un curso en la UPN y otro en la U Nacional, durante dos años
consecutivos. Pude así profundizar en la obra de Foucault, Deleuze y Lyotard.
Luego lo invitamos a hacer
algunas charlas puntuales con maestros. Recuerdo especialmente una que hicimos
en Villa de Leyva con maestros del occidente de Boyacá, en una Iglesia
Colonial, que resultó ser una evento muy recordado por todos los asistentes,
por la belleza del sitio, pero especialmente por la inspiración de la charla.
Nos habló sobre lo sublime y el nomadismo.
También asistí a algunas de sus
charlas en Medellín.
Edgar Garavito fue para mí una
experiencia fugaz; fugaz en el sentido de incandescente, de veloz, de intensa.
El contacto académico que tuve con él fue para mi más formativo que mi maestría
y mi doctorado juntos. Y eso es lo que me interesa compartir hoy en este homenaje,
a 15 años de su adiós.
Fue más formativa en primer lugar
porque fue en realidad una experiencia vital. Edgar solía decir que lo que no
le gustaba de las universidades era que se excluía de ellas la vida, la vida
como experiencia; por los formatos, los horarios, la repetición de programas,
el vaciamiento de los rituales. La experiencia de los cursos con Edgar fue
realmente formativa, en mi caso, por tres razones:
.- Por la solemnidad con la que
exponía sus ideas. No importa si era en un salón desvencijado como los de la
nacional o la pedagógica, lo cierto es que sus conferencias eran casi un ritual
religioso. Su compromiso con la palabra era evidente. Se dirigía a los
asistentes de tal manera que producía un acontecimiento, es decir algo singular
e irrepetible. Había allí un gesto, un modo de hablar y de decir casi teatral,
profundo, pausado, metódico. Era inevitable escuchar, en todo el sentido de la
palabra; escuchar hasta el silencio, escuchar sus pausas, sus ademanes, su
puntuación. A nadie se le ocurría interrumpirlo para opinar o para preguntar. En
sus palabras estaba su vida, a veces parecía meditando, descubriendo algo
trascendental en el momento en el que hablaba, como si conversara con él mismo.
Su figura era única, entre melancólica y alegre, irónica y escéptica; lucía
poco arrogante, era completamente accesible, tímido, incluso, así lo percibía
yo, y al mismo tiempo distante. Todo su cuerpo hablaba. No tenía que decirlo,
pero era evidente que en cada charla se jugaba la vida. No estaba repitiendo a
nadie, estaba hablando de sí mismo, de sus búsquedas, de sus denuncias, de sus posturas
éticas y filosóficas, de su percepción del mundo. Se exponía vitalmente. Tomaba
tan en serio cada charla que era evidente que la había repasado previamente, la
había meditado; por su compromiso con la palabra, claro, y con la filosofía,
pero también por el respeto que tenía a sus oyentes.
.- En segundo lugar, porque no
tenía pretensiones. No se proponía cambiar a nadie, no tenía objetivos, ni
hipótesis, ni estrategia didáctica. Su discurso era su única y simple
estrategia. La simpleza del dispositivo pedagógico hacía que en él apareciera
la nuda vida, como diría otro
filósofo. En la palabra desnuda estaba la magia de su seducción. Sí seducía,
claro, creo que era fundamentalmente un seductor. Pero un seductor que libera,
pues no creaba compromisos. Cuando salíamos de sus charlas yo sentía menos peso
sobre mis hombros y creía que no tenía que impostar nada. Tenía menos culpas y
menos responsabilidades, o mejor, tenía responsabilidades con mis búsquedas,
más nada. Para esos años, a mediados de los 90, el fervor y el compromiso con
los cambios sociales y políticos nos tenía cautivados a muchos, tal vez por el
entusiasmo que había despertado en un primer momento la Constitución de 1991;
pero al mismo tiempo vivíamos la crudeza de la guerra del narcotráfico y el uso
macabro de la fuerza por parte del aparato del Estado que se puso a su
servicio. Eran tiempos convulsionados y creo que se estaba produciendo allí una
ruptura histórica que todavía no sabemos a donde nos conducirá. Pero justo en
esos tiempos Edgar nos proponía un extraño giro que suponía una tercera
postura. Sin dejar de mirar de frente el drama que acontecía, sin dejar de
tomar posición (nunca dejó de ser muy duro con esas modalidades de la guerra),
planteaba la posibilidad de centrar nuestra mirada en aquello que se
distanciaba de la binariedad causada por el conflicto; una mirada a aquello que
no estaba capturado en medio de esa confrontación, a reconocer las líneas de
fuga, el tercer excluido, en palabras que le gustaba retomar de Deleuze o de
Michel Serres. Huir, en este caso no era dar la espalda, sino evitar ser
capturado e inmovilizado por la trampa que la confrontación produce.
.- Tercero, porque sus tesis
fueron completamente nuevas, intempestivas, movilizadoras. Sus lecciones eran
provocadoras: Para mí fueron fundamentalmente tres. Primero, no vale la pena
entregar la vida por nada, ni por nadie. No hay verdad que lo amerite, entre
otras cosas porque no hay verdad. La verdad es un efecto. Segundo, hay que reír.
Este gesto filosófico lo leí como la capacidad de entender que la verdad es una
ficción que se puede develar, y que detrás de las solemnes pretensiones de
quienes profesan credos no hay más que la incapacidad de inventar caminos
propios. La seriedad es una forma de ocultar esa incapacidad, y eso produce
risa. Y tercero, el nomadismo. Hay que moverse, hay que desplazarse, justo
cuando sentimos que las cosas marchan bien, cuando estamos satisfechos.
Movilizarse para no estancarse, para no complacerse con lo que se tiene. El
nomadismo es uno de los más difíciles modos de vida; a mi me cuesta mucho
seguirlo. Muy pocos seres humanos lo logran, como creo, Edgar lo hizo.
Aprendí, en fin, qué significa
ser maestro; y nunca habló de pedagogía, pues no era un tema de su
preocupación. Pero supe con él que un maestro es quien dice verdad, quién habla
de sí mismo sin pretender cambiar a nadie, pues es respetuoso de la experiencia
del otro. Comparte su mirada, con honestidad profunda, pero no juzga al otro.
Sigue su camino y revela sus dudas, no pretende saberlo todo, solo habla de sí,
en su múltiples búsquedas. Edgar tuvo muchos alumnos, estoy seguro, pero a
ninguno lo incluyó en una lista para calificarlo. Los que nos consideramos sus
alumnos decidimos serlo, por nuestra propia voluntad. Entonces el maestro sería
el que es seguido, no el que quiere que lo sigan. El momento de máxima
intensidad entre un maestro y su alumno es aquel en el que el maestro le pide a
su alumno que siga su propio camino. Tal vez su adios fue la mejor forma de
decirnos eso: sigan su propio camino. Y aquí nos tiene, aun, a varios de sus
seguidores, haciendo ese esfuerzo interminable.
Muchos amigos, colegas y
seguidores de Edgar coinciden en plantear que lo singular y lo potente de su
mirada fue que hizo de su vida una vida filosófica, como le gustaba también
imaginar su vida a Foucault. Pero creo que también podemos decir lo contrario,
en mi caso puedo decir que lo que en últimas aprendí de él es que se puede
hacer de la filosofía una experiencia vital, esto sería: crear-nos de otro
modo.
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