Publicaciones






sábado, 8 de marzo de 2014

LA FILOSOFÍA COMO MODO DE VIDA: HOMENAJE A EDGAR GARAVITO

HOMENAJE A EDGAR GRAVITO
21 de febrero 2014
Alejandro Alvarez Gallego
No fui amigo personal de Edgar ni estuve cerca de él por mucho tiempo.
Asistí a sus cursos en la Alianza Francesa, a un curso en la UPN y otro en la U Nacional, durante dos años consecutivos. Pude así profundizar en la obra de Foucault, Deleuze y Lyotard.
Luego lo invitamos a hacer algunas charlas puntuales con maestros. Recuerdo especialmente una que hicimos en Villa de Leyva con maestros del occidente de Boyacá, en una Iglesia Colonial, que resultó ser una evento muy recordado por todos los asistentes, por la belleza del sitio, pero especialmente por la inspiración de la charla. Nos habló sobre lo sublime y el nomadismo.
También asistí a algunas de sus charlas en Medellín.
Edgar Garavito fue para mí una experiencia fugaz; fugaz en el sentido de incandescente, de veloz, de intensa. El contacto académico que tuve con él fue para mi más formativo que mi maestría y mi doctorado juntos. Y eso es lo que me interesa compartir hoy en este homenaje, a 15 años de su adiós.
Fue más formativa en primer lugar porque fue en realidad una experiencia vital. Edgar solía decir que lo que no le gustaba de las universidades era que se excluía de ellas la vida, la vida como experiencia; por los formatos, los horarios, la repetición de programas, el vaciamiento de los rituales. La experiencia de los cursos con Edgar fue realmente formativa, en mi caso, por tres razones:
.- Por la solemnidad con la que exponía sus ideas. No importa si era en un salón desvencijado como los de la nacional o la pedagógica, lo cierto es que sus conferencias eran casi un ritual religioso. Su compromiso con la palabra era evidente. Se dirigía a los asistentes de tal manera que producía un acontecimiento, es decir algo singular e irrepetible. Había allí un gesto, un modo de hablar y de decir casi teatral, profundo, pausado, metódico. Era inevitable escuchar, en todo el sentido de la palabra; escuchar hasta el silencio, escuchar sus pausas, sus ademanes, su puntuación. A nadie se le ocurría interrumpirlo para opinar o para preguntar. En sus palabras estaba su vida, a veces parecía meditando, descubriendo algo trascendental en el momento en el que hablaba, como si conversara con él mismo. Su figura era única, entre melancólica y alegre, irónica y escéptica; lucía poco arrogante, era completamente accesible, tímido, incluso, así lo percibía yo, y al mismo tiempo distante. Todo su cuerpo hablaba. No tenía que decirlo, pero era evidente que en cada charla se jugaba la vida. No estaba repitiendo a nadie, estaba hablando de sí mismo, de sus búsquedas, de sus denuncias, de sus posturas éticas y filosóficas, de su percepción del mundo. Se exponía vitalmente. Tomaba tan en serio cada charla que era evidente que la había repasado previamente, la había meditado; por su compromiso con la palabra, claro, y con la filosofía, pero también por el respeto que tenía a sus oyentes.
.- En segundo lugar, porque no tenía pretensiones. No se proponía cambiar a nadie, no tenía objetivos, ni hipótesis, ni estrategia didáctica. Su discurso era su única y simple estrategia. La simpleza del dispositivo pedagógico hacía que en él apareciera la nuda vida, como diría otro filósofo. En la palabra desnuda estaba la magia de su seducción. Sí seducía, claro, creo que era fundamentalmente un seductor. Pero un seductor que libera, pues no creaba compromisos. Cuando salíamos de sus charlas yo sentía menos peso sobre mis hombros y creía que no tenía que impostar nada. Tenía menos culpas y menos responsabilidades, o mejor, tenía responsabilidades con mis búsquedas, más nada. Para esos años, a mediados de los 90, el fervor y el compromiso con los cambios sociales y políticos nos tenía cautivados a muchos, tal vez por el entusiasmo que había despertado en un primer momento la Constitución de 1991; pero al mismo tiempo vivíamos la crudeza de la guerra del narcotráfico y el uso macabro de la fuerza por parte del aparato del Estado que se puso a su servicio. Eran tiempos convulsionados y creo que se estaba produciendo allí una ruptura histórica que todavía no sabemos a donde nos conducirá. Pero justo en esos tiempos Edgar nos proponía un extraño giro que suponía una tercera postura. Sin dejar de mirar de frente el drama que acontecía, sin dejar de tomar posición (nunca dejó de ser muy duro con esas modalidades de la guerra), planteaba la posibilidad de centrar nuestra mirada en aquello que se distanciaba de la binariedad causada por el conflicto; una mirada a aquello que no estaba capturado en medio de esa confrontación, a reconocer las líneas de fuga, el tercer excluido, en palabras que le gustaba retomar de Deleuze o de Michel Serres. Huir, en este caso no era dar la espalda, sino evitar ser capturado e inmovilizado por la trampa que la confrontación produce.
.- Tercero, porque sus tesis fueron completamente nuevas, intempestivas, movilizadoras. Sus lecciones eran provocadoras: Para mí fueron fundamentalmente tres. Primero, no vale la pena entregar la vida por nada, ni por nadie. No hay verdad que lo amerite, entre otras cosas porque no hay verdad. La verdad es un efecto. Segundo, hay que reír. Este gesto filosófico lo leí como la capacidad de entender que la verdad es una ficción que se puede develar, y que detrás de las solemnes pretensiones de quienes profesan credos no hay más que la incapacidad de inventar caminos propios. La seriedad es una forma de ocultar esa incapacidad, y eso produce risa. Y tercero, el nomadismo. Hay que moverse, hay que desplazarse, justo cuando sentimos que las cosas marchan bien, cuando estamos satisfechos. Movilizarse para no estancarse, para no complacerse con lo que se tiene. El nomadismo es uno de los más difíciles modos de vida; a mi me cuesta mucho seguirlo. Muy pocos seres humanos lo logran, como creo, Edgar lo hizo. 
Aprendí, en fin, qué significa ser maestro; y nunca habló de pedagogía, pues no era un tema de su preocupación. Pero supe con él que un maestro es quien dice verdad, quién habla de sí mismo sin pretender cambiar a nadie, pues es respetuoso de la experiencia del otro. Comparte su mirada, con honestidad profunda, pero no juzga al otro. Sigue su camino y revela sus dudas, no pretende saberlo todo, solo habla de sí, en su múltiples búsquedas. Edgar tuvo muchos alumnos, estoy seguro, pero a ninguno lo incluyó en una lista para calificarlo. Los que nos consideramos sus alumnos decidimos serlo, por nuestra propia voluntad. Entonces el maestro sería el que es seguido, no el que quiere que lo sigan. El momento de máxima intensidad entre un maestro y su alumno es aquel en el que el maestro le pide a su alumno que siga su propio camino. Tal vez su adios fue la mejor forma de decirnos eso: sigan su propio camino. Y aquí nos tiene, aun, a varios de sus seguidores, haciendo ese esfuerzo interminable.
Muchos amigos, colegas y seguidores de Edgar coinciden en plantear que lo singular y lo potente de su mirada fue que hizo de su vida una vida filosófica, como le gustaba también imaginar su vida a Foucault. Pero creo que también podemos decir lo contrario, en mi caso puedo decir que lo que en últimas aprendí de él es que se puede hacer de la filosofía una experiencia vital, esto sería: crear-nos de otro modo.   


No hay comentarios:

Publicar un comentario