Publicaciones






sábado, 8 de marzo de 2014

EL TRABAJO COLABORATIVO DE LOS MAESTROS: UNA PERSPECTIVA HISTÓRICA

 EL TRABAJO COLABORATIVO DE LOS MAESTROS: UNA PERSPECTIVA HISTÓRICA
Alejandro Alvarez Galleg0
Profesor Universidad Pedagógica Nacional
Grupo Historia de la Práctica Pedagógica

Abril 29 de 2013
Las políticas de formación de maestros en ejercicio suponen una manera de entender el oficio mismo. Hoy el trabajo docente se entiende como un asunto centrado en los resultados (estándares medidos en pruebas censales que indican el grado de calidad del servicio educativo). Allí la formación apunta a la manera como el maestro garantiza que el estudiante obtenga los mejores resultados. No se incluye el proceso de interacción subjetiva de los diversos actores. No es una comunidad educativa la que está involucrada. La política no se dirige a la comunidad, ni a los maestros, a no ser como mediadores, no como fin. En ese sentido el cómo se obtengan los resultados importa poco. Se reconoce que el papel del maestro es estratégico (sobre todo en las últimas revisiones que se ha hecho de la política educativa[1]) pero la política no se habría de ocupar de los procesos pedagógicos que agencian. Esta concepción no es nueva; ha convivido en el pasado con otras prácticas en las cuales el maestro es un sujeto activo, propositivo y determinante en el quehacer pedagógico. De alguna manera la historia del maestro (en la modernidad), está atravesada por esta tensión: el grado de autonomía para decidir las características y el sentido de su práctica, mediado por las posibilidades de actuar como colectivo, como equipo, lo cual supone una nivel de reflexividad y de capacidad dialógica que no siempre ha sido reconocido o promovido.
Si se explora históricamente la manera como se ha concebido el trabajo pedagógico en las escuelas se podrán encontrar por lo menos tres grandes tendencias en el pasado reciente (siglo XX-XXI). Cada una de ellas ha tenido unas condiciones particulares en las que se ha desplegado, pero conviven con diferentes niveles de predominancia.
Una primera tendencia ha sido la de la pedagogía activa. Ella se ha constituido de la mano de la psicología (a comienzos del siglo XX) cuando irrumpió para diferenciarse de las viejas ideas acerca de la enseñanza, entendida como la acción de moldear al otro bajo el supuesto de que el individuo estaba dotado de unas facultades que había que conducir. En dirección contraria la pedagogía activa con Clapared, Montessori, Decroly, Piaget, consideran que el ser humano es capaz de aprender por sí mismo gracias a las cualidades propias de la psique, con lo cuál el papel del maestro cambia radicalmente. Su lugar será diferente al del instructor que enseña lo que el alumno no sabe, y pasará a ser el de un mediador entre el niño o el aprendiz y el mundo. El aprendizaje, desde entonces, será una cualidad inherente al ser humano, una condición que será propia de la especie (hasta concebirla como un derecho humano en la actualidad). Allí la cambió la concepción de formación y de educación. Más que moldear o instruir se tratará de posibilitar el aprendizaje. La acción recaerá ahora sobre el medio y no sobre el individuo. Para ello el trabajo colaborativo será fundamental. El maestro se verá obligado a trabajar en equipo, no solamente en relación con los colegas, sino con el entorno, con todos aquellos agentes que intervengan en el espacio en el que los estudiantes crecen. La escuela será ella misma una comunidad en la que todo se dispone para que el estudiante pueda desarrollar todas sus potencialidades.[2]
En esta primera tendencia podríamos encontrar dos grandes perspectivas[3] que se han desplegado en diferentes contextos. La primera es de corte más biologisista (propia de los autores que acabamos de mencionar, casi todos ellos médicos o psicólogos). Allí la mirada médica y psicológica ha prevalecido. El trabajo del maestro es promocional, pues promueve el aprendizaje, crea condiciones para que los estudiantes construyan el conocimiento por sí mismos, desarrollen sus potencialidades y sus cualidades, encuentren su propio camino, su vocación y sus destrezas; hoy todo ello ha sido interceptado y re-direccionado por el discurso de las competencias (relacionado con la tercera tendencia que analizaremos mas adelante). Esta mirada supone el trabajo colaborativo de los maestros por cuanto se rompen las disciplinas (propias de la pedagogía de las Facultades – que no analizamos acá) y promueve el trabajo por proyectos estructurados en función de los intereses de los estudiantes. Se trata de una de las formas más convencionales del trabajo colaborativo: el trabajo interdisciplinario. Es una tendencia que sigue siendo muy recurrente en los colegio conocidos como experimentales o innovadores.  Allí el trabajo en equipo es una condición sine qua non, pues un solo maestro no puede atender todos los campos de saber y el quehacer pedagógico se desarrolla en contacto con procesos que desbordan el aula y los horarios convencionales (esto es lo que nunca entendió la política nacional cuando erróneamente implementó la llamada Escuela Nueva con un solo maestro en las escuelas rurales del país).
La segunda perspectiva es la que pone el acento en los procesos de socialización. Con Dewey, también desde la psicología, se desarrolló una corriente pedagógica que asumía la formación como un asunto con implicaciones profundamente políticas. Lo que se plantea es la formación de ciudadanos participativos y activos en la vida social, con la democracia como horizonte de sentido. Desde allí se ha procurado que los maestros tengan una formación política, además de pedagógica y se asume la escuela como un ecosistema que conecta el aula con las dinámicas sociales más amplias. El maestro en esa condición es un actor que funciona en equipo, como gremio, como un sujeto social. Por supuesto es también objeto de las políticas educativas y atender su capacidad de promover la acción social de la escuela sería un interés expreso del Estado. En Norteamérica esta concepción tuvo momentos importantes y se extendió tanto a Europa como a Latinoamérica. En Colombia por ejemplo se vivió un período en el que se trabajó con algunos de estos supuestos; hablamos de los años 1930 y 1940, cuando los gobiernos liberales experimentaron una reforma educativa que acompañaba el proyecto democrático más radical que tuvimos en el siglo XX; la punta de lanza de esta experiencia fue la Escuela Normal Superior que dirigió Francisco Socarrás. Durante estos años se promovió y se crearon los primeros sindicatos de maestros y se hicieron intentos de configurar por primera vez un Estatuto que regulara el oficio. Los documentos de esa época dejan ver muchas experiencias de colectivos de maestros que se ocupaban con algún grado de autonomía de su trabajo pedagógico. De echo el discurso y las políticas de formación de maestros de esos años promovieron la profesionalización del oficio, incluso su actividad investigativa. La historia de la educación y de los maestros de estas dos décadas está todavía por explorarse en profundidad para sacar de allí lecciones que muchas veces no imaginamos.
En una dirección similar Célestin Freinet (Francia, 1896-1966) estaba hablando en la misma época de la educación para el trabajo y de la necesidad de que los maestros que enseñaban en escuelas rurales y en los sectores populares participaran como trabajadores de la cultura de un proyecto emancipatorio que debía ser colectivo. Esta perspectiva insiste muchísimo en el trabajo colaborativo entendiendo que de esa manera se formaría en los valores de solidaridad que requeriría una nueva sociedad no capitalista, menos individualista. La cooperativa escolar fue uno de sus mayores aportes pedagógicos. Gramsci en Italia estaba promoviendo igualmente el trabajo intelectual que los maestros debían desarrollar en la tarea de construcción de un bloque alternativo que disputara la hegemonía cultural a la ideología burguesa. Muchos de los procesos organizativos y críticos que los maestros han emprendido en diferentes países occidentales han estado alimentados por la concepción que de la pedagogía y del trabajo de los maestros tenía esta perspectiva, donde la construcción colectiva del conocimiento era una condición para que la emancipación fuera posible.
También en Alemania se había vivido una etapa en los años finales de 1910 y comienzos de los años 1930, durante la República de Weimar, en la que se impulsó un movimiento de renovación pedagógica basada en el liderazgo de los maestros comprometidos social y culturalmente con la educación popular. La base de esta política fue la conformación de equipos pedagógicos en los colegios que les permitiera a tales colectivos constituirse en la avanzada democratizadora que el primer gobierno democrático alemán necesitaba.  
La herencia de la filosofía Kantiana en Alemania ha hecho una relectura del humanismo marxista y de allí ha surgió las tesis sobre la importancia de la cultura en la constitución de la sociedad, más allá de todo interés economicista. La Escuela de Frankfurt enarboló esta idea y con ella se han alimentado las propuestas pedagógicas basadas en la comunicación y en el diálogo de saberes y de culturas. La tesis de que los maestros son “anfibios culturales”[4], capaces de poner en diálogo diversas culturas, estuvo sustentada en esta perspectiva. También las ideas que alimentaron la educación popular desde los años 1960 hasta los 1980, basadas en los postulados de Freire y de Fals Borda, con la Investigación Acción Participativa, tenían como trasfondo el supuesto de que era posible un diálogo intercultural. Estas propuestas también influyeron en la conformación del Movimiento Pedagógico Colombiano (años 1980), pues servían para sustentar la consigna de que el maestro era un trabajador de la cultura y como tal se desempeñaba como intelectual y como profesional en dinámicas colectivas que lo convertían en un sujeto histórico fundamental para pensar las transformaciones democráticas de la sociedad.
La herencia de este movimiento puede verse en las múltiples Redes de maestros que desde entonces siguen funcionando en Colombia; unas más oficiales, inducidas desde el Estado, desde Universidades, o ONGs, otras más autónomas, surgidas de los maestros mismos. En la experiencia de estas Redes está tal vez la clave para desentrañar la naturaleza colectiva del quehacer pedagógico, entendido hoy como un proceso de codificación y decodificación cultural mucho más complejo que el que tuvo que enfrentar el siglo XX.
Una tercera perspectiva sería la que niega tal dinámica colectiva del trabajo pedagógico. Esta tendencia tuvo su primera expresión en la corriente psicológica del conductismo. Allí el trabajo del maestro tiende a ser más instrumental pues su papel se centra en la provocación de estímulos que generen cambios de comportamiento en los estudiantes, previamente diseñados. El quehacer docente no solo se instrumentalizó sino que se aisló, casi como le pasó a los científicos de laboratorio que debían pasar largos períodos observando el comportamiento de un experimento para establecer sus regularidades. De eso dependería el éxito de la educación, de un buen diseño (diseño instruccional) que debía ser puesto a prueba para comprobarlo a través de evaluaciones objetivas, medibles, verificables. Se rompía así el supuesto dialógico de la acción educativa y por tanto el carácter cultural, intempestivo e impredecible de toda relación comunicativa. Acá se actuaría con base en evidencias empíricas comprobables, lejanas a toda improvisación o a toda especulación, propias de la conversación y la reflexión. Una de sus más sofisticadas formas de esta tendencia se materializó en la llamada tecnología educativa que rigió las políticas estatales durante más de una década (196-1970) en casi todo el mundo occidental. El auge de las telecomunicaciones llevó a pensar que se podía prescindir del maestro, para lo cual se diseñaron estrategias pedagógicas teledirigidas de tal manera que los estudiantes sólo debían seguir las pautas pre-diseñadas que las guías prescribían para cada área del conocimiento y para cada grado escolar. En ese momento se creyó que se estaba ad-portas de una revolución pedagógica que llevaría a la desaparición de la escuela y por supuesto del maestro. El optimismo que movió esta apuesta fue grande; se creyó que con ellos se resolverían varios desafíos de la época: por un lado la masificación de la educación, de otro, la racionalización de los recursos, y finalmente la pertinencia de la educación, logrando inducir la formación de las nuevas generaciones hacia fines más pragmáticos relacionados con la inserción de la población en el mundo laboral, requisito indispensable para superar la pobreza y alcanzar el desarrollo.
Por razones que aún no se han esclarecido suficientemente la tecnología educativa no remplazó a la escuela ni al maestro. El optimismo desapareció y se renovó la fe en lo que podía hacer el maestro. Sin embargo aun persiste la necesidad de racionalizar los procesos pedagógicos y optimizar su trabajo en la perspectiva de obtener resultados más pertinentes para las necesidades del aparato productivo. Justo allí se planteó la idea de que el modo de producción ya no necesitaba más trabajadores obedientes y disciplinados y que más que conocimientos lo que se requería del maestro era que formara en competencias (polivalencia=flexibilidad+creatividad+innovación).
Acá regresamos al planteamiento con el que comenzamos este escrito. En la medida en que las competencias pueden ser estandarizadas y por ello medidas objetivamente a través de pruebas censales, el trabajo del maestro dejó de ser una preocupación de la política. Este podía tener autonomía siempre y cuando sus estudiantes lograran los resultados esperados. Su trabajo puede ser en equipo o no, lo importante es que se centre en la formación de competencias, más que conocimientos. Incluso pueden ser competencias para la transformación y para la crítica; esto puede ser funcional a la necesidad de formar trabajadores innovadores y flexibles, capaces de responder al permanente cambio que la competitividad de un mercado globalizado genera.
Aquí nos encontramos ahora. Como decíamos, aun no hemos comprendido por qué la escuela y el maestro siguen siendo dinámicas tan presentes en casi todo el mundo, a pesar de la terrible competencia que les ha significado el apabullante desarrollo de las tecnologías de la comunicación. A diferencia de los años 1960 y 1970, ya nadie puede denunciar, con la contundencia de esos años, la obsolescencia de la escuela y el trabajo de los maestros. Sigue habiendo críticas de todos los tamaños y en todos los tonos, pero buscando que se adecuen a los nuevos lenguajes y a los códigos que manejan hoy las nuevas generaciones producidas y productoras de los modos como se crean los bienes materiales y sobre todo inmateriales que mueven la economía y la cultura contemporánea. Desde esta perspectiva se tensiona de nuevo las dos tendencias que hemos descrito: el trabajo pedagógico del maestro entendido como una acción individual, instrumental, no dialógica, o como una acción colectiva, inteligente y con un grado importante de autonomía profesional. Quizás ambas son funcionales a la sociedad de mercado globalizado altamente tecnologizado, no sabemos hasta cuando. También es posible que colectivamente (desconectados es menos probable) pueda configurarse una fuerza intempestiva que inaugure otros modos de ser humanos.




[1] Ver Banco Mundial y recomendaciones internacionales de política; fragmentariamente la política nacional está implementando acciones que atienden la formación de los maestros en ejercicio, incluso promoviendo el trabajo en redes pedagógicas.
[2] Ver, para el caso colombiano, la experiencia pionera del Gimnasio Moderno y de uno de sus gestores, Agustín Nieto Caballero, quien hablaba desde esta concepción de la escuela como comunidad.
[3] Ver Ospina, et,al 199… “Mirar la infancia”
[4] Ver propuesta de Antanas Mokus como Vicerrector y Rector de la Universidad Nacional de Colombia en los años 1980.

No hay comentarios:

Publicar un comentario