EL TRABAJO COLABORATIVO DE LOS MAESTROS: UNA PERSPECTIVA HISTÓRICA
Alejandro Alvarez
Galleg0
Profesor Universidad
Pedagógica Nacional
Grupo Historia de la
Práctica Pedagógica
Abril 29 de 2013
Las políticas de
formación de maestros en ejercicio suponen una manera de entender el oficio
mismo. Hoy el trabajo docente se entiende como un asunto centrado en los
resultados (estándares medidos en pruebas censales que indican el grado de calidad
del servicio educativo). Allí la formación apunta a la manera como el maestro
garantiza que el estudiante obtenga los mejores resultados. No se incluye el
proceso de interacción subjetiva de los diversos actores. No es una comunidad
educativa la que está involucrada. La política no se dirige a la comunidad, ni
a los maestros, a no ser como mediadores, no como fin. En ese sentido el cómo
se obtengan los resultados importa poco. Se reconoce que el papel del maestro
es estratégico (sobre todo en las últimas revisiones que se ha hecho de la
política educativa[1])
pero la política no se habría de ocupar de los procesos pedagógicos que
agencian. Esta concepción no es nueva; ha convivido en el pasado con otras
prácticas en las cuales el maestro es un sujeto activo, propositivo y
determinante en el quehacer pedagógico. De alguna manera la historia del
maestro (en la modernidad), está atravesada por esta tensión: el grado de
autonomía para decidir las características y el sentido de su práctica, mediado
por las posibilidades de actuar como colectivo, como equipo, lo cual supone una
nivel de reflexividad y de capacidad dialógica que no siempre ha sido
reconocido o promovido.
Si se explora
históricamente la manera como se ha concebido el trabajo pedagógico en las
escuelas se podrán encontrar por lo menos tres grandes tendencias en el pasado
reciente (siglo XX-XXI). Cada una de ellas ha tenido unas condiciones
particulares en las que se ha desplegado, pero conviven con diferentes niveles de
predominancia.
Una primera
tendencia ha sido la de la pedagogía activa. Ella se ha constituido de la mano
de la psicología (a comienzos del siglo XX) cuando irrumpió para diferenciarse
de las viejas ideas acerca de la enseñanza, entendida como la acción de moldear
al otro bajo el supuesto de que el individuo estaba dotado de unas facultades
que había que conducir. En dirección contraria la pedagogía activa con
Clapared, Montessori, Decroly, Piaget, consideran que el ser humano es capaz de
aprender por sí mismo gracias a las cualidades propias de la psique, con lo
cuál el papel del maestro cambia radicalmente. Su lugar será diferente al del
instructor que enseña lo que el alumno no sabe, y pasará a ser el de un
mediador entre el niño o el aprendiz y el mundo. El aprendizaje, desde entonces,
será una cualidad inherente al ser humano, una condición que será propia de la
especie (hasta concebirla como un derecho humano en la actualidad). Allí la cambió
la concepción de formación y de educación. Más que moldear o instruir se
tratará de posibilitar el aprendizaje. La acción recaerá ahora sobre el medio y
no sobre el individuo. Para ello el trabajo colaborativo será fundamental. El
maestro se verá obligado a trabajar en equipo, no solamente en relación con los
colegas, sino con el entorno, con todos aquellos agentes que intervengan en el
espacio en el que los estudiantes crecen. La escuela será ella misma una
comunidad en la que todo se dispone para que el estudiante pueda desarrollar
todas sus potencialidades.[2]
En esta primera tendencia
podríamos encontrar dos grandes perspectivas[3]
que se han desplegado en diferentes contextos. La primera es de corte más
biologisista (propia de los autores que acabamos de mencionar, casi todos ellos
médicos o psicólogos). Allí la mirada médica y psicológica ha prevalecido. El
trabajo del maestro es promocional, pues promueve el aprendizaje, crea
condiciones para que los estudiantes construyan el conocimiento por sí mismos, desarrollen
sus potencialidades y sus cualidades, encuentren su propio camino, su vocación
y sus destrezas; hoy todo ello ha sido interceptado y re-direccionado por el
discurso de las competencias (relacionado con la tercera tendencia que
analizaremos mas adelante). Esta mirada supone el trabajo colaborativo de los
maestros por cuanto se rompen las disciplinas (propias de la pedagogía de las
Facultades – que no analizamos acá) y promueve el trabajo por proyectos
estructurados en función de los intereses de los estudiantes. Se trata de una
de las formas más convencionales del trabajo colaborativo: el trabajo
interdisciplinario. Es una tendencia que sigue siendo muy recurrente en los
colegio conocidos como experimentales o innovadores. Allí el trabajo en equipo es una condición
sine qua non, pues un solo maestro no puede atender todos los campos de saber y
el quehacer pedagógico se desarrolla en contacto con procesos que desbordan el
aula y los horarios convencionales (esto es lo que nunca entendió la política
nacional cuando erróneamente implementó la llamada Escuela Nueva con un solo
maestro en las escuelas rurales del país).
La segunda
perspectiva es la que pone el acento en los procesos de socialización. Con
Dewey, también desde la psicología, se desarrolló una corriente pedagógica que
asumía la formación como un asunto con implicaciones profundamente políticas.
Lo que se plantea es la formación de ciudadanos participativos y activos en la
vida social, con la democracia como horizonte de sentido. Desde allí se ha
procurado que los maestros tengan una formación política, además de pedagógica
y se asume la escuela como un ecosistema que conecta el aula con las dinámicas
sociales más amplias. El maestro en esa condición es un actor que funciona en
equipo, como gremio, como un sujeto social. Por supuesto es también objeto de
las políticas educativas y atender su capacidad de promover la acción social de
la escuela sería un interés expreso del Estado. En Norteamérica esta concepción
tuvo momentos importantes y se extendió tanto a Europa como a Latinoamérica. En
Colombia por ejemplo se vivió un período en el que se trabajó con algunos de
estos supuestos; hablamos de los años 1930 y 1940, cuando los gobiernos
liberales experimentaron una reforma educativa que acompañaba el proyecto
democrático más radical que tuvimos en el siglo XX; la punta de lanza de esta
experiencia fue la Escuela Normal Superior que dirigió Francisco Socarrás.
Durante estos años se promovió y se crearon los primeros sindicatos de maestros
y se hicieron intentos de configurar por primera vez un Estatuto que regulara
el oficio. Los documentos de esa época dejan ver muchas experiencias de colectivos
de maestros que se ocupaban con algún grado de autonomía de su trabajo
pedagógico. De echo el discurso y las políticas de formación de maestros de
esos años promovieron la profesionalización del oficio, incluso su actividad
investigativa. La historia de la educación y de los maestros de estas dos
décadas está todavía por explorarse en profundidad para sacar de allí lecciones
que muchas veces no imaginamos.
En una dirección
similar Célestin Freinet (Francia, 1896-1966) estaba hablando en la misma época
de la educación para el trabajo y de la necesidad de que los maestros que
enseñaban en escuelas rurales y en los sectores populares participaran como
trabajadores de la cultura de un proyecto emancipatorio que debía ser colectivo.
Esta perspectiva insiste muchísimo en el trabajo colaborativo entendiendo que de
esa manera se formaría en los valores de solidaridad que requeriría una nueva
sociedad no capitalista, menos individualista. La cooperativa escolar fue uno
de sus mayores aportes pedagógicos. Gramsci en Italia estaba promoviendo
igualmente el trabajo intelectual que los maestros debían desarrollar en la
tarea de construcción de un bloque alternativo que disputara la hegemonía
cultural a la ideología burguesa. Muchos de los procesos organizativos y críticos
que los maestros han emprendido en diferentes países occidentales han estado
alimentados por la concepción que de la pedagogía y del trabajo de los maestros
tenía esta perspectiva, donde la construcción colectiva del conocimiento era
una condición para que la emancipación fuera posible.
También en
Alemania se había vivido una etapa en los años finales de 1910 y comienzos de
los años 1930, durante la República de Weimar, en la que se impulsó un
movimiento de renovación pedagógica basada en el liderazgo de los maestros
comprometidos social y culturalmente con la educación popular. La base de esta
política fue la conformación de equipos pedagógicos en los colegios que les
permitiera a tales colectivos constituirse en la avanzada democratizadora que
el primer gobierno democrático alemán necesitaba.
La herencia de
la filosofía Kantiana en Alemania ha hecho una relectura del humanismo marxista
y de allí ha surgió las tesis sobre la importancia de la cultura en la
constitución de la sociedad, más allá de todo interés economicista. La Escuela
de Frankfurt enarboló esta idea y con ella se han alimentado las propuestas
pedagógicas basadas en la comunicación y en el diálogo de saberes y de
culturas. La tesis de que los maestros son “anfibios culturales”[4],
capaces de poner en diálogo diversas culturas, estuvo sustentada en esta perspectiva.
También las ideas que alimentaron la educación popular desde los años 1960 hasta
los 1980, basadas en los postulados de Freire y de Fals Borda, con la Investigación
Acción Participativa, tenían como trasfondo el supuesto de que era posible un
diálogo intercultural. Estas propuestas también influyeron en la conformación
del Movimiento Pedagógico Colombiano (años 1980), pues servían para sustentar
la consigna de que el maestro era un trabajador de la cultura y como tal se
desempeñaba como intelectual y como profesional en dinámicas colectivas que lo
convertían en un sujeto histórico fundamental para pensar las transformaciones
democráticas de la sociedad.
La herencia de
este movimiento puede verse en las múltiples Redes de maestros que desde
entonces siguen funcionando en Colombia; unas más oficiales, inducidas desde el
Estado, desde Universidades, o ONGs, otras más autónomas, surgidas de los
maestros mismos. En la experiencia de estas Redes está tal vez la clave para
desentrañar la naturaleza colectiva del quehacer pedagógico, entendido hoy como
un proceso de codificación y decodificación cultural mucho más complejo que el
que tuvo que enfrentar el siglo XX.
Una tercera
perspectiva sería la que niega tal dinámica colectiva del trabajo pedagógico.
Esta tendencia tuvo su primera expresión en la corriente psicológica del
conductismo. Allí el trabajo del maestro tiende a ser más instrumental pues su
papel se centra en la provocación de estímulos que generen cambios de
comportamiento en los estudiantes, previamente diseñados. El quehacer docente
no solo se instrumentalizó sino que se aisló, casi como le pasó a los
científicos de laboratorio que debían pasar largos períodos observando el
comportamiento de un experimento para establecer sus regularidades. De eso
dependería el éxito de la educación, de un buen diseño (diseño instruccional)
que debía ser puesto a prueba para comprobarlo a través de evaluaciones
objetivas, medibles, verificables. Se rompía así el supuesto dialógico de la
acción educativa y por tanto el carácter cultural, intempestivo e impredecible
de toda relación comunicativa. Acá se actuaría con base en evidencias empíricas
comprobables, lejanas a toda improvisación o a toda especulación, propias de la
conversación y la reflexión. Una de sus más sofisticadas formas de esta
tendencia se materializó en la llamada tecnología educativa que rigió las
políticas estatales durante más de una década (196-1970) en casi todo el mundo
occidental. El auge de las telecomunicaciones llevó a pensar que se podía
prescindir del maestro, para lo cual se diseñaron estrategias pedagógicas
teledirigidas de tal manera que los estudiantes sólo debían seguir las pautas
pre-diseñadas que las guías prescribían para cada área del conocimiento y para
cada grado escolar. En ese momento se creyó que se estaba ad-portas de una
revolución pedagógica que llevaría a la desaparición de la escuela y por
supuesto del maestro. El optimismo que movió esta apuesta fue grande; se creyó
que con ellos se resolverían varios desafíos de la época: por un lado la
masificación de la educación, de otro, la racionalización de los recursos, y
finalmente la pertinencia de la educación, logrando inducir la formación de las
nuevas generaciones hacia fines más pragmáticos relacionados con la inserción
de la población en el mundo laboral, requisito indispensable para superar la
pobreza y alcanzar el desarrollo.
Por razones que
aún no se han esclarecido suficientemente la tecnología educativa no remplazó a
la escuela ni al maestro. El optimismo desapareció y se renovó la fe en lo que
podía hacer el maestro. Sin embargo aun persiste la necesidad de racionalizar
los procesos pedagógicos y optimizar su trabajo en la perspectiva de obtener
resultados más pertinentes para las necesidades del aparato productivo. Justo
allí se planteó la idea de que el modo de producción ya no necesitaba más
trabajadores obedientes y disciplinados y que más que conocimientos lo que se
requería del maestro era que formara en competencias
(polivalencia=flexibilidad+creatividad+innovación).
Acá regresamos
al planteamiento con el que comenzamos este escrito. En la medida en que las
competencias pueden ser estandarizadas y por ello medidas objetivamente a
través de pruebas censales, el trabajo del maestro dejó de ser una preocupación
de la política. Este podía tener autonomía siempre y cuando sus estudiantes
lograran los resultados esperados. Su trabajo puede ser en equipo o no, lo
importante es que se centre en la formación de competencias, más que
conocimientos. Incluso pueden ser competencias para la transformación y para la
crítica; esto puede ser funcional a la necesidad de formar trabajadores
innovadores y flexibles, capaces de responder al permanente cambio que la
competitividad de un mercado globalizado genera.
Aquí nos
encontramos ahora. Como decíamos, aun no hemos comprendido por qué la escuela y
el maestro siguen siendo dinámicas tan presentes en casi todo el mundo, a pesar
de la terrible competencia que les ha significado el apabullante desarrollo de
las tecnologías de la comunicación. A diferencia de los años 1960 y 1970, ya
nadie puede denunciar, con la contundencia de esos años, la obsolescencia de la
escuela y el trabajo de los maestros. Sigue habiendo críticas de todos los
tamaños y en todos los tonos, pero buscando que se adecuen a los nuevos
lenguajes y a los códigos que manejan hoy las nuevas generaciones producidas y
productoras de los modos como se crean los bienes materiales y sobre todo
inmateriales que mueven la economía y la cultura contemporánea. Desde esta
perspectiva se tensiona de nuevo las dos tendencias que hemos descrito: el
trabajo pedagógico del maestro entendido como una acción individual,
instrumental, no dialógica, o como una acción colectiva, inteligente y con un
grado importante de autonomía profesional. Quizás ambas son funcionales a la
sociedad de mercado globalizado altamente tecnologizado, no sabemos hasta
cuando. También es posible que colectivamente (desconectados es menos probable)
pueda configurarse una fuerza intempestiva que inaugure otros modos de ser
humanos.
[1] Ver Banco Mundial y recomendaciones internacionales de
política; fragmentariamente la política nacional está implementando acciones
que atienden la formación de los maestros en ejercicio, incluso promoviendo el
trabajo en redes pedagógicas.
[2] Ver, para el caso colombiano, la experiencia pionera
del Gimnasio Moderno y de uno de sus gestores, Agustín Nieto Caballero, quien
hablaba desde esta concepción de la escuela como comunidad.
[3] Ver Ospina, et,al 199… “Mirar la infancia”
[4] Ver propuesta de Antanas Mokus como Vicerrector y
Rector de la Universidad Nacional de Colombia en los años 1980.
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